Cuidador-Dependiente

Éste es un cuento Indú que hemos recuperado y que es posible que algún cuidador se sienta identificado.

Había una vez, en una pequeña aldea, vivía un hombre que trabajaba de aguador. Por aquel entonces no existían los grifos, y el que no quería ir a buscar agua a los ríos, por estar muy lejos y cansarse demasiado se lo pagaba a nuestro aguador.
Una mañana, una de las tinajas se agrietó y empezó a perder agua por el camino. Al llegar al pueblo, los compradores le pagaron las diez monedas por la tinaja en buen estado, pero cinco por el de la vasija agrietada, dado que apenas llegaba el agua a la mitad.
El aguador decidío no cambiar la tinaja ya que era demasiado costoso y pensó en aprobechar que tendría menos peso en el camino, para aligerar y llegar más rápido a la aldea
Durante un par de años el hombre siguió yendo y viniendo a paso firme y ligero, llevando agua al pueblo y recibiendo sus quince monedas como pago por una tinaja y media de agua.
Una noche lo despertó un sonido parecido al de alguien que te susurra al oído:
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-Chissst… Chissst…
¿Quién anda ahí? -Preguntó el hombre-.
Soy yo -dijo una voz que salía de la tinaja agrietada-.
-¿Por qué me despiertas a estas horas?
-Supongo que si te hablara de día y a plena luz, el susto te impediría que me escucharas. Y necesito que me escuches.
-¿Qué quieres?
-Quiero pedirte que me perdones. No fue culpa mía la grieta por donde el agua se escurre, pero sé lo mucho que te he perjudicado. Cada día, cuando llegas al pueblo cansado y recibes por mi contenido la mitad de lo que recibes por mi hermana, me dan ganas de llorar. Yo sé que debías haberme cambiado por una tinaja nueva y desecharme, y sin embargo me has mantenido a tu lado. Quiero agradecértelo y pedirte una vez más que me disculpes.
-Es gracioso que me pidas disculpas -dijo el aguador-. Mañana, bien temprano, saldremos juntos tú y yo. Quiero enseñarte algo.
El aguador siguió durmiendo hasta el alba. Cuando el sol se asomó por el horizonte, tomó la vasija agrietada y se fue con ella al río.
Mira -dijo al llegar, señalando la ciudad-, ¿Qué ves?.
La ciudad -dijo la vasija-.
¿Y qué más? -Preguntó el hombre-.
No sé… El camino -contestó la vasija-.
Exacto. Mira a los lados del sendero. ¿Qué ves?.
Veo la tierra seca del lado derecho del camino y los bordes del lado izquierdo del camino repleto de flores -dijo la vasija-, que no entendía qué le quería mostrar su dueño.
Durante muchos años he recorrido este camino triste y solitario llevando el agua hasta el pueblo y recibiendo igual cantidad de monedas por ambas tinajas… Pero un día noté que te habías agrietado y que perdías agua. Yo no podía cambiarte, así que tomé una decisión: compré semillas de flores de todos los colores y las sembré a ambos lados del camino. En cada viaje que hacía, el agua que derramabas regaba el lado izquierdo del sendero y, en estos dos años, conseguiste crear esta diferencia.
El aguador hizo una pausa y, acariciando a su leal vasija, le dijo:
¿Y tú me pides disculpas? ¿Qué importan algunas monedas menos si gracias a ti y a tu grieta los colores de las flores me alegran el camino?
Soy yo quien debe agradecerte tu defecto.
 

¿Te ha gustado el cuento? SI quieres comparte o comenta tu experiencia. Nos encantarà poder leerla.

Creo que muchos de nosotros podemos sentirnos indentificados con esta bonita historia. Esas flores que nos alegran tanto el camino pueden ser nuestros pedres, abuelos, hijos, amigos…

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